El marinero, rescatado por un atunero mexicano, habla con EL PAÍS sobre su vida, la travesía que lo dejó a la deriva en el Pacífico y su perra, ‘Bella’.
Tim Shaddock fue un día un hombre de traje y corbata que trabajaba para una gran empresa tecnológica. Cuando se dio cuenta de que ese estilo de vida no iba con su forma de pensar, se internó con su ordenador en lo más profundo de la naturaleza, en las montañas y en lugares perdidos de Asia. Después su vida se abrió al mar, el mismo mar que ha estado a punto de acabar con él. En 2020, sus nuevos pasos le llevaron a México y decidió embarcarse desde La Paz, en Baja California Sur, hacia la Polinesia Francesa. A casi 2.000 kilómetros de tierra y sin comunicación, una tormenta le arrancó la vela, le paró el motor y lo dejó a la deriva en lo más ancho del Pacífico. Un atunero lo encontró el pasado 12 de julio y lo rescató junto a su perra, Bella. Ahora, desde la costa de Colima recuerda los 90 días que sobrevivió entre el cielo y el agua, comiendo pescado crudo y algún pato que se posaba en su catamarán.
Las olas del Pacífico rompen el silencio en la playa de Manzanillo, la capital de Colima. Shaddock (Sídney, Australia, 54 años) ha estado ahí desde el pasado martes, hospedado en uno de los hoteles que dibujan el paisaje local, buscando recuperar su salud y tratando de arreglar su situación migratoria. No olvida los tres meses en los que quedó a la deriva junto a su perra. El marinero tiene los ojos muy azulados, una gorra con el cierre abierto y una barba espesa. Acaba de despertarse de la siesta. “Estoy muy bien. He estado cuidándome aquí. Estoy muy agradecido con México y con toda la gente que me salvó la vida. Estoy mejor aquí que como estaba en el mar”, afirma en entrevista con este diario.
La apertura al teletrabajo hizo que Shaddock fuera alejándose de su Sídney natal hasta llegar a Estados Unidos cuando el virus de la covid-19 comenzó a causar estragos en todo el mundo. La pandemia provocó que Australia cerrara sus fronteras durante más de un año, lo que dejó a miles de australianos fuera (“yo era uno de esos 20.000”, dice). Su estancia en el país norteamericano se complicó por las restricciones de las visas. Y decidió viajar a Querétaro. Desde allí teletrabajó durante una temporada. Cuenta que conoció a Bella en las montañas de San Miguel Allende hace unos tres años. Era una pequeña perra de ganado: “Me seguía a todas partes. Y pensé: ‘No puedo tener un perro”. Pero Bella continuaba siguiéndole a donde fuera.
Tras meses encorsetado en la frontera mexicana, decidió cambiar su dináminca. Marchó a Puerto Vallarta (Jalisco) en un coche, al que Bella subió de un salto. Allí compró el Aloha Toa, el pequeño catamarán del que hizo su casa: “Una vez que empecé a vivir en el barco, era muy difícil trabajar en remoto”.
Empezó a planificar su viaje en el océano hace dos años. “Cuando compré el barco estaba llegando el verano y la temporada de huracanes. Tuve que quedarme allí [en Puerto Vallarta], y esperar a navegar a La Paz a través del mar de Cortés”. Ese primer año, comenzó a adaptar la embarcación para la futura travesía. “Tenía que tener una manera de asegurarme de que solo usaría combustible para entrar y salir de puerto y y navegar [con vela] el resto del tiempo y el agua”.
Teléfonos, GPS y una odisea
El agua del mar deja un olor a pescado fresco por todo el puerto de Manzanillo. El lugar es una de las primeras fotografías vistas por el australiano a su llegada a la costa, el pasado martes. El sol abrasa, y la gente se refugia a la sombra de los árboles. René Tapia (Peche), de 53 años, barre el suelo, protegido con un polo de manga larga y un sombrero. En los últimos días ha oído hablar de aquel australiano al que encontraron a casi 2.000 kilómetros. “Gracias a Dios se dio la posibilidad de que lo rescataran. Está raro, si a nosotros nos cuesta conseguir comida tres meses aquí [en tierra], imagínese allá…”. Antes de trabajar en la limpieza, asegura que formó parte de las tripulaciones de Grupomar, la empresa dueña del María Delia. Hasta que un atún gigante le cayó sobre el hombro, le tiró al mar y le forzó a abandonar el trabajo. Peche cuenta que en aquellas travesías de “20, 30 o 50 días” también encontraron casos como el de Shaddock: navegantes a los que se les rompieron los motores de sus embarcaciones.
Este año, Shaddock decidió dar un paso más para iniciar su viaje por el vasto océano. Hizo revisiones y comenzó la primera prueba en mar abierto, viajando a La Paz: “Es el año en que realmente digo, ‘vale, he colonizado el mar de Cortés. ¿Cómo lo haría en el Pacífico?”. El trayecto le sirvió para ver que no podía llevar mucho combustible ni agua. Y culminó las modificaciones en el Aloha Toa: le puso placas solares para asegurar el funcionamiento de sus equipos, puso una desalinizadora de agua, preparó reservas de comida y trató de hacerlo más ligero, para tener una mayor facilidad al usar la vela. Entre todos esos preparativos, también llevó varios GPS y teléfonos móviles, que servían como respaldo para el localizador, según cuenta: “Sabes que no puedes llamar con ellos [con los teléfonos], pero el GPS sigue funcionando si tienes mapas descargados”. A pesar de esos sistemas, el María Delia fue la única embarcación en acercarse al catamarán.
Aún no tiene clara la fecha concreta en la que inició el viaje. “Supongo que fue en abril. El 1 de abril. Perdí la ventana meteorológica [el momento de espera para que las condiciones climáticas sean adecuadas]. Tienes ciertas condiciones meteorológicas que necesitas para navegar. Necesitaba ahorrar combustible, y estaba esperando el viento”, explica. Shaddock buscaba que su viaje no coincidiera con la temporada de huracanes en el Pacífico, que se inició el pasado 15 de mayo.
Sushi de tiburón
El australiano preparó una despensa antes de comenzar el viaje: algo de arroz, latas de atún y alguna que otra conserva que no necesitara refrigeración. En la embarcación, trataba de combinar ese alimento con la pesca. Si un día no había éxito, recurría a las latas. “Mi perra y yo comíamos juntos y bebíamos agua juntos de una taza. Ella siempre comía conmigo. Yo comía un poco y luego le daba un poco a ella. Si tenía pescado, cortábamos el pescado y ella se lo comía, con espinas y todo”, recuerda.
Shaddock caza y pesca de distintas formas. Hunde el ancla del catamarán en el agua, toma aire y desciende por la cuerda, armado con un fusil de pesca. Espera paciente a que pase un pescado y ¡pum!, ha habido suerte. La situación es distinta dependiendo del día: un pato se posa sobre la embarcación, y comienza a graznar. Bella parece hablar con él a través de sus ladridos. El australiano se levanta rápido, agarra al ave del cuello y la degüella. En otra ocasión, la recompensa es mayor. Lanza un sedal al agua, y consigue atrapar un tiburón. Arrastra al animal a la parte trasera del barco y lo acuchilla. “Así era, sushi de tiburón”, bromea. Al principio cocinaba los alimentos con una pequeña estufa, pero pronto se averió. Tras ser diagnosticado con cáncer —en los años 90—, el australiano inició una dieta crudivegana, que ha ido alternando con el tiempo. “Siempre volvía a la carne si me quedaba muy delgado, como ahora”, afirma.
Una de las tormentas que cruzó el Pacífico destrozó el motor y la vela de la embarcación. Shaddock intentó arreglar la vela, pero se golpeó varias veces contra el mástil al intentar subirse a él. Prefirió bajarla. No veía la manera de arreglarla hasta que no se recuperase.
El 7 de julio comenzó a formarse el huracán Calvin a unos 300 kilómetros de Manzanillo. En su camino hacia el Pacífico, comenzó a perder fuerza (llegó a alcanzar rachas de 150 kilómetros por hora). El 12 de julio, a unos 200 kilómetros de la costa de Colima, Shaddock continuaba a la deriva, cerca del huracán, que podría haber resultado fatal. “Es una situación complicada. Cuando la tormenta llega, tus opciones son mínimas […] No hay forma de que puedas hacer mucho en el barco”, relata.
Tuvo suerte. Un helicóptero que transitaba el lugar en busca de las manchas oscuras que dejan los bancos de peces en el mar vio la pequeña embarcación blanca. Y dio aviso al atunero María Delia. Una pequeña lancha del buque se acercó al Aloha Toa.
“Tenía que tomar una decisión. Si no iba con esta gente, ¿sobreviviría? Se hizo evidente que probablemente no”, recuerda ahora Shaddock desde el hotel. El marinero subió a la lancha, pero no rompió a llorar hasta que se vio sano y salvo sobre el buque María Delia.
‘Bella’, la cachorra que se hizo fuerte
La tripulación vio más sana a la perra que al náufrago que subió a la embarcación. Bella se acercó en los primeros momentos a Genaro Rosales, uno de los navegantes del buque. Rosales comenzó, junto a uno de sus compañeros, a cuidar la herida que la perra tenía en la axila. Pero tuvo más simpatía con él. El australiano vio cómo la trataba: “Amaba a Bella, y yo estaba feliz de que fuera con él”. Rosales ha terminado adoptándola esta última semana.
Shaddock recuerda a Bella como aquella cachorra que encontró en San Miguel Allende, que con el tiempo se convirtió en una perra fuerte (“más fuerte que yo”, confiesa). Admite que las restricciones de Australia para la importación de perros y gatos —y que pasan por un mínimo de 10 días de cuarentena y la petición de varias pruebas— influyeron a la hora de regalar a Bella. ”Si hubiera sido fácil llevarla a Australia, tal vez habría pensado en quedarme con ella. Pero Australia es un continente insular y no tienen nada parecido a la rabia [principal razón por la que el país impone restricciones a estos animales] ni nada por el estilo. Estuvo conmigo en el mar durante tres meses. Eso es suficiente cuarentena. Quería que ella fuera feliz. No quería hacerla pasar por todas esas cosas”, afirma.
Desde el hotel en el que descansa, pueden verse a las olas del Pacífico rompiendo contra la costa. De vez en cuando suenan las bocinas de los barcos que flotan en el horizonte.
—¿Volverá a navegar?
—Creo que navegaré en el futuro, aunque probablemente en un barco más grande. Quizás en un crucero, sentado en mi sillón, comiendo mi comida y con aire acondicionado—, bromea.